En breve saldría de la ciudad cubriendo el recorrido de una serie de barrios periféricos a medio
asfaltar que le obsequiarían con un par de capas de polvo más, que ya no podrían acumularse en
las gomas de las ventanillas y debían esperar a que lloviera y el actual ocupante cayera en
marrones churretes chapa abajo dejando el lugar libre. Pensaba en los modernos autocares que se
habían ido sucediendo en las rutas del centro de la ciudad, cada vez más brillantes, flamantes y
aerodinámicos, con esos colores que los asemejaban al papel de los caramelos y esos suaves
asientos cuya tapicería le recordaba al suave terciopelo del vestido de noche de una mujer.
La empresa C&A tenía no obstante el loable mérito de seguir incansablemente llevando personas a
aquellas zonas en las que nadie invertía para ningún tipo de infraestructura ni transporte. C&A,
como si fuera una antigua tradición familiar continuaba año tras año con su cometido, y el
herrumbroso autobús abría y cerraba las puertas como un ancestral ritual, sólo porque así había
sido siempre y así sería hasta que al fin no pudiera hacerlo.
En el interior del autobús, unas débiles y amarillentas bombillas proyectaban mortecinos haces
de luz sobre el raído plástico barato que dejaba ver los muelles y la grisácea y sucia esponji-
lla. Esparcidos, escogiendo los asientos menos rotos, la mayoría de viajeros hacían juego con el
mobiliario y la suciedad del autobús.
El Sr. Martínez arañaba con la uña el levantado material del cabecero del asiento de delante de
él, arrancando diminutas escamas de plástico y paseando distraídamente la mirada por el suelo,
el techo del autobús y finalmente por el resto de los viajeros.
En la primera fila, al lado de la puerta de entrada, la señora del eterno y raído abrigo granate
daba cabezadas, en los intermitentes momentos de vigilia miraba por los opacos cristales
intentando discernir probablemente en qué punto del camino se encontraban.
Un poco más atrás iban una madre y su hijo, un señor con una pipa apagada, un hombre muy mayor
semidormido con el feo uniforme verde del servicio de limpieza, y una muchacha de color con una
cofia de asistenta de tono blanco desvaído, que hubiera resultado de un insolente contraste si
hubiera estado nueva, almidonada y blanca de verdad.
Sus ojos volvieron de repente al señor de la pipa, algo de su persona destacaba en el tedioso
contexto de aquel cuadro, ¿era su pelo negrísimo y brillante estirado hacia atrás?, se encontró
preguntándose si usaría brillantina de esa de aquella película ¿cómo se llamaba?... Ah sí,
Grease, y a pesar de que el hombre estaba de espaldas estuvo seguro de que iría bien vestido,
con una camisa limpia y bien planchada, y una corbata, quizá una pajarita...
"Un broche..." la idea apareció de repente en su cabeza, ¿un broche? ¡Qué extraño!.
El esmalte negro de la pipa captaba los amarillentos rayos de luz de las bombillas medio fundidas
y los multiplicaba haciendo que todo alrededor del hombre tuviera una textura diferente e irreal.
El hombre del broche giró levemente la cabeza para mirar por la ventanilla y a Martínez le
pareció que su piel era blanca y satinada como el escote de una dama antigua espolvoreado con una
gran y suave borla de maquillaje de polvos de arroz.
"Azul... el broche era azul", Martínez dio un respingo, esta vez la idea parecía realmente ajena
a él, como transmitida, comunicada externamente. Empezó a ponerse nervioso, juraría que el hombre
se daba cuenta de que le observaba e intentó dejar de hacerlo, seguro que al girarse le había
visto algo azul y por eso se encontraba pensando en ese color, quizá incluso había visto el
broche reflejado en la ventana, pero por supuesto eso era imposible, las ventanas parecían tener
un dedo de polvo y evidentemente no reflejaban nada.
Además quizá el hombre no se reflejara... ¿de dónde venía ese estúpido pensamiento?, es cierto
que el hombre parecía muy blanco, demasiado blanco, era anormalmente pálido...
No, no había podido verle reflejado porque la ventana estaba sucia. Pero el hombre era totalmente
normal, había captado su atención solamente porque estaba limpio y bien vestido y posiblemente al
girarse había visto en su pipa algo azul, o había tocado ésta con la mano y llevaba ... un anillo
azul por ejemplo, entonces él se había imaginado de llevar un broche sería a juego, porque a él
le encantaban los broches, siempre había querido tener uno, por eso había estado divagando.
Pero nada de esto último era cierto, porque el hombre no había tocado con su mano la pipa que
además era totalmente negra y no tenía nada azul ni de cualquier otro color, y no había visto sus
manos tampoco, y era ahora cuando estaba divagando, intentando desesperadamente encontrar una
explicación a su cada vez más creciente inquietud.
Empezó a sentirse muy estúpido y pensó que era totalmente absurdo preocuparse por el color del
broche que alomejor ni llevaba aquel hombre, que seguramente tampoco llevaría anillo, pero que si
lo llevara, desde luego sería...
"Es de color rojo"... Esta vez Martínez saltó literalmente del asiento fijando en el vacío
asiento de su lado derecho una mirada extraviada. ¡¡Alguien había susurrado en su oído aquella
frase!!, pero a su lado no había nadie naturalmente, porque había sido AQUEL hombre, que se lo
había dicho ¿cómo? ¿telepáticamente?.
Un imperceptible movimiento empezó a originarse en el hombro izquierdo del hombre, Martínez
empezó a pensar que si aquel hombre se levantaba y venía a sentarse a su lado le daría un
infarto.
El hombre levantó el brazo y se pasó la mano por el pelo, una mano blanquísima, con unas uñas que
eran como aquellas copas de cristal opaco, blancas, muy blancas, y el hombre estaba haciendo
AQUELLO para enseñarle el anillo, para que viera que era rojo...
El corazón de Martínez empezó a latir a toda velocidad y su respiración parecía ahora la de un
caballo desbocado, se agarró al asiento y se obligó a tranquilizarse, admitiría que le estaba
ocurriendo un suceso anormal, quizá aquel tipo tenía telepatía y era algo raro, y vestía bien y
llevaba unas cuidadas uñas extraordinariamente blancas ¡¿pero porqué tenía que ser precisamente
peligroso?!, y si lo era estaban en un lugar público, lleno de gente, aunque ¡menuda defensa! un
conductor que debió haberse jubilado hace años, dos mujeres, una anciana, un anciano y un niño...
Pero al menos no se atrevería a hacerle nada delante de tanta gente, aunque ahora que volvía a
mirarlos el recuento no era del todo exacto, el hombre mayor con el feo uniforme verde y la chica
de color ya se habían bajado. ¡Era una locura! ¿Por qué demonios estás pensando que ese hombre
va a... a... atacarte?
El autobús efectuó una nueva y larga parada, lo suficientemente larga para que la vieja señora
del raído abrigo granate pusiera en marcha el delicado y oxidado engranaje de huesos que la
sostenía e igual de renqueante que el autobús fuera bajando los peldaños de la escalerilla
delantera.
Le hubiera gustado que hubiera descendido por su lado, que le hubiera hecho girar la cabeza,
aunque por supuesto se la permitía descender por delante porque a duras penas se imaginaba aquel
maltrecho cuerpo llegando hasta la puerta de atrás, y eso que tenía mucha imaginación, ¡desde
luego que sí!, estaba allí imaginándose cosas, cada vez más nervioso, con la vista clavada en
aquel individuo, maldiciendo el silencio y maldiciendo su desbocada inventiva. En un esfuerzo
alienante empezó a preguntarse porqué la gente era tan incomunicativa, alguien podía hablar ¿no?,
podía toser el conductor o... ¡el niño!, el niño que iba con la madre, los niños SIEMPRE hacían
ruido, ¿por qué éste no? ¿por qué tanto silencio?
El niño y la madre eran ahora las dos últimas personas que quedaban, aparte de el conductor, y
aquel hombre del anillo rojo... Con una determinación sobrehumana miró hacia la fila de
ventanillas opuestas al otro lado del estrecho pasillo, jurándose no volver a mirarlo más, sentía
cada vez con más fuerza la sensación de que mirarle no era algo voluntario, era algo
dolorosamente fuerte que tiraba de él y le obligaba a centrar su atención.
Entre las ventanillas del otro lado había una que esta limpia, la superficie acristalada con la
negra noche fuera tenía el efecto de un estanque de mercurio, ya casi no había farolas, estaban
llegando a las afueras, en cada parada habría menos casas, menos tiendas y menos gente.
El hombre del anillo miró directamente a la derecha y Martínez vio su rostro perfectamente en la
ventanilla, como si fuera un espejo, el hombre le miraba desde ese reflejo con unos ojos vacíos
e inanimados, esos ojos que eran como dos canicas de cristal enrojecidas con el iris de un azul
cortante y frío, estaban muertos, pero sin embargo tuvo la certeza de que le estaba mirando.
Entonces el hombre sonrió y Martínez vio asomar unos largos y picudos colmillos y unas encías
rojísimas entre esos labios pálidos, blancos, muertos. Era la sonrisa más espantosa que había
visto en su vida, la sonrisa que le confirmaba que aquel ser le estaba esperando, a él,
precisamente a él, porque le estaba sonriendo... y ya sólo quedaban dos viajeros.
Empezó a sentir la imperiosa necesidad de bajarse inmediatamente del autobús y correr sin parar,
pero SABÍA que le atacaría en cuanto estuviese sólo y fuera en la calle no habría nadie, si
bajaba en la siguiente parada, el ser bajaría con él.
Estuvo a punto de ponerse a gritar como un loco ¡Dios Mío miren a ese hombre, es un monstruo, es
un vampiro!, el conductor y la madre le mirarían y el vampiro no tendría más remedio que huir,
porque eso era lo que hacían los vampiros, y eso era lo que era ese hombre ¿o no?
Delante de él sonó una extraña risa metálica y musical, era bella, y cada nota desdeñosa estaba
cargada de aburrimiento, el aburrimiento de un ser que ya no siente emoción por la caza, porque
ya no hay lucha, sabe que SIEMPRE gana.
Como una pequeña escenificación para demostrarle la certeza de este hecho, el vampiro se inclinó
hacia el niño que sostenía la madre en brazos, le tocó la mejilla sonriendo, la madre le miró,
miró aquellos espantosos ojos sedientos en medio de aquella pálida cara de otro mundo y le sonrió
también, como si viera a una persona normal, y Martínez supo que tarde o temprano la señora y
aquel niño se bajarían y no podría pedirles ayuda. Y si montaba un espectáculo, aquel caballero
rico y bien vestido los defendería llevándose a Martínez lejos, a trompicones, para ajustar las
cuentas A SOLAS, y lo mismo ocurría con el viejo conductor, seguro que podía matarle sólo con
asustarle.
En la siguiente parada - la antepenúltima-, la madre y el hijo se bajaron, y Martínez los vio
irse como si le arrancaran su última esperanza.
El vampiro se levantó y él pensó que ahora se daría la vuelta y le miraría, pero avanzó hasta la
primera fila y se sentó a lado del conductor, éste, como en relación a algo que le hubiera
preguntado anteriormente dijo: ya llegamos, la siguiente parada es el cruce, y luego viene la
última, esa es la suya.
La penúltima parada era el cruce y la última eran las cocheras de los autobuses, en las cocheras
se bajaba todos los días Martínez y caminaba hasta casa por un desierto descampado, el conductor
arrancaba el autobús y daba la vuelta, y él se encontraría completamente sólo.
En el cruce al menos había coches, y luces, tocaría el timbre de parada y fingiría haberse
equivocado, cambiar de opinión, y luego cuando las puertas estuvieran a punto de cerrarse, se
lanzaría a la calle y correría sin mirar atrás.
Martínez se levantó, las piernas apenas le sostenían, la sudada palma de la mano resbaló por la
barra y se detuvo en el timbre, lo apretó, un sonido de campana rota -tang!- y una destellante
luz se encendió entre las puertas, el autobús fue aminorando la marcha con un quejumbroso
chirrido de frenos y al fin se detuvo y abrió las puertas.
Martínez tenía los ojos clavados en la calle y no se atrevía a mirarles, pero debía hacerlo para
asegurarse de que el ser seguía junto al conductor, giró la cabeza con lentitud mirando primero
el reluciente pelo de su enemigo y luego la gorra del conductor, sentía una mano invisible
estrangulándole la garganta y no sabía si podría hablar.
"Lo siento, me he equivocado"- Se oyó decir con voz hueca y temblorosa.
El conductor emitió un suspiro de exasperación, su mano se movió hacia la palanca de cambios, los
ojos de Martínez iban velozmente del conductor al vampiro y viceversa, el conductor metió la
primera y el supo que esta pisando los pedales porque todos los cristales retemblaron y el motor
rugió y retumbó para ponerse de nuevo en marcha, la mano del conductor se acercó al botón que
cerraba las puertas, un botón plano, verde y descascarillado situado a la vista en el salpica-
dero, y cuando casi lo estaba rozando con las yemas de los dedos, Martínez, más que bajar, se
tiró literalmente escaleras abajo y corrió y corrió... no miró atrás, sólo se habían abierto las
puertas traseras, no las delanteras e incluso le habían pillado la parte de atrás de su abrigo
al salir,, por eso sabía que no había tenido tiempo de seguirle...
Sin embargo siguió corriendo hasta que el corazón le latía en las sienes y el estómago amenazaba
con salírsele por la boca si hubiera cabido por la garganta que le parecía llena de cristales.
Al fin se detuvo apoyado en la pared de la fundición, ya veía a lo lejos la luz azul de la
gasolinera "Abierto 24 horas", le quedaban unos 700 metros, tal vez menos, continuó avanzando a
trompicones, apoyándose en la pared, el pecho parecía estallarle.
La pared terminaba en una esquina, al volverla se cruzaba la carretera hasta la gasolinera, pero
cuando le quedaban apenas metros, un largo abrigo negro apareció en ella, un abrigo echado
descuidadamente sobre el hombre, sostenido con las blancas puntas de los dedos, unos dedos tan
blancos que hacían que aquel anillo rojo refulgiera como el fuego.
Frenó en seco, emitió un sonido ahogado y empezó a correr hacia el otro lado, sus pies se
arrastraban y su respiración sonaba como la de un asmático. Se paró y miró hacia atrás, el abrigo
estaba ahora en el suelo y la mano del abrigo en la pipa, pero el ser seguía inmóvil, apoyado en
la esquina, volvió la cabeza hacia delante y en ese instante le vio aparecer por la esquina hacia
la que ahora avanzaba.
El fuego de sus ojos había aumentado bajo ese pelo negro brillante y la pipa cayó al suelo cuando
sonrió y Martínez ya no corrió, siguió avanzando hacia él, sonriendo, porque ahora sabía que
ganaría de todas formas, y no dejó de sonreír ni siguiera cuando en su cabeza estalló la última
frase telepática, tan musical y dulce como el susurro de una amante, que le estaba esperando,
para abrazarle, y la frase decía... "Tengo hambre".